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domingo, 19 de febrero de 2012

Irán no es Irak

Esta tinta derramada en vuestra prensa 
es la sangre de mi país.
Esta luz diluviada de vuestras pantallas
es el brillo en los ojos de los niños de Basora.
Musin Al-Ramli
El 20 de marzo de 2003, tras un ultimátum de 24 horas que George W Bush escupió a Saddam Husein y a las Naciones Unidas por igual, se inició la batalla más cruel y sanguinaria de la nueva guerra mundial. Esta tercera guerra que empezó con la caída de la Unión Soviética no se encubre detrás de ideologías y bloques antagónicos: es la rapiña que las multinacionales y las élites financieras lanzan día a día disputándose cualquier posibilidad de riqueza, cualquier fuente de acumulación. Con la operación de “shock y pavor” los aviones de combate estadounidenses y los portaviones apostados en el golfo pérsico dejaron caer sobre una nación arruinada por más de una década de bloqueo, toneladas y más toneladas de explosivos. La televisión transmitió en vivo la feria del horror que la aviación norteamericana desató sobre Bagdad, Basora, Fallujah y otros enclaves de Mesopotamia, mientras las imágenes de los incendios alumbraban el cielo misterioso de oriente captado por las cámaras occidentales desde hoteles y edificios. Esas bombas, que arrasaron con una nación digna, a la que ni siquiera el terrible acoso político, diplomático y militar de los años 90 había podido doblegar, tampoco cambiaron nada de importancia, más que acabar con la vida de 600.000 iraquíes y conseguir unos cuantos contratos petroleros.
Después de casi una década, la influencia norteamericana en Irak es tan mediocre que los analistas serios reconocen ésta como una guerra perdida. Antes que se repitan escenas como aquellas de los helicópteros huyendo de la embajada gringa en Vietnam bajo los tiros en los 70, Estados Unidos se propone tapar sus dos vergüenzas orientales, Irak y Afganistán, con acuerdos que nadie va a cumplir, actos protocolarios que declaran “terminada” la guerra y retiradas nostálgicas de tropas que vuelven a casa tras consumar el glorioso deber de matar niños inocentes. Muchos volvieron a casa abrigados en plástico negro. Otros no volvieron.
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Más trágica fue la suerte del país de los dos ríos, arrasado y devastado, apuñalado de muerte. Cuando el señor de la ignominia, George Bush, anunciaba la liberación de Irak con alaridos de fósforo blanco y misiles Tomahawk, daba vida a las palabras del poeta, que alzaba con su voz la de todos los iraquíes y muchos de nosotros en el mundo: No a liberar a Irak de mí o a mí de él. Yo soy Irak.
La siguiente batalla será, cabe suponerse, Irán. Un país bien distinto a los demás en Oriente Próximo tanto por su historia como por su composición social y económica. Washington sufre una crisis de indefinición a la hora de asumir lo que debe hacer con Irán. Es un atolladero demasiado peligroso para actuar a la ligera.
El caso Iraquí fue más “fácil” y mejor planificado. Una década de bloqueos económicos y bombardeos semanales debilitaron al régimen de Husein, minando su estabilidad. Se estima que un millón de iraquíes murieron a causa de las sanciones. Enteramente dependiente del crudo, con una economía destruida y su población empobrecida, Irak apenas si pudo suponer una oposición de gran envergadura a la invasión; de allí, que las numerosas bajas norteamericanas en suelo iraquí se deban principalmente a la acción de una resistencia fragmentada aunque masiva, asimétrica aunque feroz, decidida e implacable con el ocupante. Y también a que su peor derrota sea política: aun contando EE.UU. con la supremacía del control militar, la gran mayoría del país árabe incluyendo a sus políticos no está dispuesta a respaldar sus planes.
Irán no es Irak. Peca de reduccionismo quien piense que caerá rendida con unos pocos meses de bombardeos. Se trata de una nación con un pasado glorioso de varios milenios de civilización, cuna de uno de los imperios más importantes de la Antigüedad: Persia. El nacionalismo iraní es harto conocido; algunos expertos afirman que la intervención extranjera lo único que lograría es el fortalecimiento del régimen al que las masas apoyarán decididamente. Igualmente, Irán cuenta con una población relativamente elevada (aproximadamente 80 millones) y posee la mano de obra más grande del Medio Oriente[1]. No se parece a su vecino afgano que no ha salido de la Edad Media ni a la recién devastada Libia que tiene doce veces menos habitantes. Si los planes norteamericanos no cuajaron en territorio iraquí a pesar de la violenta imposición militar, es una quimera creer que podrán hacerlo en un país en todos los sentidos mucho más fuerte que su vecino. Para que nos hagamos una idea, a Irán se le define a menudo como una “potencia regional”, término opuesto a cualquier calificativo para el régimen de Saddam Husein hace una década.
Militarmente no es plausible que la única respuesta que Irán ofrezca sea una simple serie de carros bomba y francotiradores: sus misiles pueden impactar fácilmente suelo israelí y su ejército no es precisamente una réplica de los desordenados hombres al mando del Coronel Gadafi o de las precarias fuerzas de Saddam en 2003. Irán está en capacidad de cobrar muy alto una invasión o ataque de las tropas norteamericanas. A una confrontación inicial que no será sencilla para el invasor, le seguirá una resistencia exacta a la de todas sus otras campañas: esperar que el país, literalmente, arda en llamas bajo sus pies.
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Además, entre las armas iraníes se encuentra una muy poderosa, y no es nuclear. Es la presión económica.
Irán amenaza con bloquear la navegación por el estrecho de Ormuz[2], que no es otra cosa que la salida del golfo pérsico al océano. Con las amenazas de bloquear el estrecho de Ormuz y los oleoductos Saudíes que lo circundan estamos hablando de la posibilidad de interrumpir, según los cálculos más optimistas, el flujo de entre el 20% y 30% del petróleo del mundo de un día para otro. La reacción obvia de la economía mundial ante un suceso tal es comparable a la de un corazón que para de latir. Colapso total.
Aunque un bloqueo de Ormuz impediría a Irán vender su propio petróleo y sería en primer término bastante contraproducente para Teherán, no es del todo descartable como medida extrema buscando frenar la furia demente de las potencias occidentales. Y esos locos del pentágono, esos maniáticos trastornados que se reúnen en la Casa Blanca o en el casino de Wall Street son capaces de ponerse a jugar con candela ahora que están sentados encima de un polvorín.
Si el 30% del crudo mundial no sale al mercado el cataclismo económico será desastroso. Con el aumento astronómico de los combustibles –¿150? ¿200? ¿250 Dólares por barril? ¿Quién da más?– se trastocará inmediatamente el estilo de vida de nuestras sociedades altamente dependientes de la gasolina: suben los costos de los fletes, de los transportes, de los alimentos, de los fertilizantes… La reacción tangencial podría ser la aceleración de revueltas y protestas en el primer mundo o en el propio corazón de los EE. UU. tras la carestía y escasez. Irán respondió ya a las hostilidades en su contra con un contrabloqueo de sus exportaciones de petróleo a Europa, lo que será particularmente nocivo para países dependientes del crudo Iraní como Grecia y España, afectados ya por la recesión.
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Por otro lado, meterse nuevamente en una guerra sin regreso en Oriente Medio significaría el desgaste definitivo del aparato de guerra norteamericano, cada vez más inútil para doblegar los pueblos que se resisten a colaborar con el imperio, como anuncian los fracasos iraquí y afgano. El costo de una intervención militar es altísimo, máxime en países que están literalmente al otro lado del globo, donde el flujo de suministros, tropas y equipos se hace complejo. La hostilidad hacia Estados Unidos es en exceso manifiesta en la región, pudiendo desembocar en posturas confusas como la actitud de los militares pakistaníes que colaboran por encima pero boicotean por debajo. O en otras menos confusas como la hostilidad abierta de las masas palestinas, egipcias, libaneses, sirias, afganas, yemeníes… Arriba de todo este ajedrez geopolítico, los dos oponentes de EE. UU. aprovechan para pescar en río revuelto: Rusia y China, aliados incondicionales de Irán, quienes no son justamente países débiles. La agresión a Irán desencadenará necesariamente una confrontación de repercusiones globales en la que no están exentas naciones como Brasil o Venezuela, socios latinoamericanos del país persa. Nadie imagina cuánto más podrán aguantar los pueblos de Oriente sometidos a tantas humillaciones continuas. Nadie sabe cuánto más pueda agobiar la crisis económica si comienzan a trepar los precios del crudo. Nadie conoce al león dormido que hay en las entrañas de los montes Zagros.
Debido a todo lo anterior explicamos la crisis de identidad de los norteamericanos como un temor justificado a la derrota. ¿A qué carajos juega el ejecutivo yanqui? ¿Actúa igual que un niño encaprichado con sus juguetes? Sembrando incertidumbre, León Panetta sale un día exaltado a fundir plomo sobre los ayatolas y al siguiente persuade a Israel de no cometer insensateces antes del otoño o la primavera, subrayando que la intervención militar “no está en la agenda”. El juego de Washington es tan tenebroso como delirante, es un juego de insensatos adictos al petróleo, a los oleoductos, al poder, al crimen.
Washington sin embargo, parece decidirse por una guerra fría contra Irán calcada de la que aplicó al régimen de Saddam en su tiempo, la cual no obstante, cada día está más tibia: asesinatos selectivos dentro de suelo iraní, bloqueo económico, guerra de drones y aviones espías, intromisión de milicias adeptas a la CIA. Y una ofensiva diplomática brutal que tiene entre sus haberes la desestabilización de Siria, aliada de Irán[3]. La carretera a Teherán, dicen los republicanos, pasa por Damasco.
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¿Cuándo dará el imperio el paso decisivo? ¿O será llevado –arrastrado– de la mano por un Israel peligrosamente más rabioso y fanático? Nadie lo sabe en esta niebla de incertidumbre, pero nadie duda tampoco que hace años camina en un sentido bien claro. Mientras, se repiten como en un guión escenas similares a las del 2003, en las cuales las pantallas nos marean una y otra vez con imágenes de un régimen maligno que debe desaparecer de la faz de la tierra. Mientras también, 80 millones de iraníes que cargan con la desgracia de estar parados encima de una de las reservas de petróleo más grandes del planeta, tratan de seguir su vida normal sin mirar demasiado a sus vecinos, donde la guerra convirtió lo que antes eran dos naciones en una larga sucesión de cementerios, centros de tortura y campos de refugiados. Los iraníes cocinan su pan grande y delgado, beben su té, seguros que nada hay cierto en la vida. Las pantallas no hablarán de ellos. ¿Asistiremos nuevamente a un crimen demencial contra la humanidad a nombre de la libertad duradera, la justicia infinita y la democracia del uranio empobrecido? ¿Tendremos que seguir soportando un orden que decide el dolor de millones de personas por conveniencia de un índice financiero? Me queda una inexplicable certeza: Irán no será Irak. Los Estados Unidos apenas despiertan de un sueño dentro de otro sueño, para seguir soñando con ser los amos del globo mientras se abaten ebrios de sangre a la que, con toda seguridad, será su peor pesadilla.

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