No nos preparan para encarar la muerte de un ser querido. Perder a una madre entra dentro de lo previsible, pero cuando llega el momento es inevitable experimentar un vacío desolador. La madre encarna el vínculo profundo con la vida, la lealtad en los afectos y la responsabilidad de dejar un mundo mejor a las nuevas generaciones. No es fácil asimilar la irreparable ausencia de la que nos abrió la puerta al existir. Arnaldo Otegi acaba de perder a su madre y solo ha dispuesto de una hora para despedirse de ella.
La ceremonia del adiós ha sido breve, intensa y emotiva. Otegi se encuentra en la cárcel desde octubre de 2009, acusado de intentar reorganizar la cúpula de la ilegalizada Batasuna mediante el grupo Bateragune. La Audiencia Nacional le condenó a diez años de prisión y el Tribunal Supremo rebajó la pena a seis años y medio. La sentencia del Supremo no fue unánime. De los cinco magistrados, uno se mostró partidario de la libre absolución y otro de la anulación del juicio. Recientemente, el Tribunal Constitucional denegó su excarcelación y la del resto de los condenados, a pesar de haber cumplido las tres cuartas partes de la condena. ¿Por qué ese rigor penal, que solo contribuye a boicotear el proceso de paz iniciado en 2009 con la Declaración de Alsasua, donde se rompió con cualquier forma de violencia política y se apostó por vías exclusivamente pacíficas y democráticas? Al igual que Nelson Mandela, Gerry Adams o Pepe Mújica, Arnaldo Otegi se involucró en la lucha armada por un objetivo político. Sin embargo, el tiempo le enseñó que la violencia deshumaniza y siembra un dolor inaceptable. Demonizado por su pasado, la carta dirigida a su madre revela su enorme humanidad y su voluntad de reconciliación.
La ceremonia del adiós ha sido breve, intensa y emotiva. Otegi se encuentra en la cárcel desde octubre de 2009, acusado de intentar reorganizar la cúpula de la ilegalizada Batasuna mediante el grupo Bateragune. La Audiencia Nacional le condenó a diez años de prisión y el Tribunal Supremo rebajó la pena a seis años y medio. La sentencia del Supremo no fue unánime. De los cinco magistrados, uno se mostró partidario de la libre absolución y otro de la anulación del juicio. Recientemente, el Tribunal Constitucional denegó su excarcelación y la del resto de los condenados, a pesar de haber cumplido las tres cuartas partes de la condena. ¿Por qué ese rigor penal, que solo contribuye a boicotear el proceso de paz iniciado en 2009 con la Declaración de Alsasua, donde se rompió con cualquier forma de violencia política y se apostó por vías exclusivamente pacíficas y democráticas? Al igual que Nelson Mandela, Gerry Adams o Pepe Mújica, Arnaldo Otegi se involucró en la lucha armada por un objetivo político. Sin embargo, el tiempo le enseñó que la violencia deshumaniza y siembra un dolor inaceptable. Demonizado por su pasado, la carta dirigida a su madre revela su enorme humanidad y su voluntad de reconciliación.
Entre otras cosas, compara su pérdida con la del desaparecido Ion Idígoras, que “se refería a sí mismo como el hijo de Juanita Gerrikabeitia”. Según Otegi, esa expresión refleja que el compromiso político solo es posible cuando hay “una familia absolutamente sorprendente”, dispuesta a encarar los mayores sacrificios. Las madres de Idígoras y Otegi aceptaron ese difícil papel, infundiendo valor y esperanza en una época estrangulada por la intolerancia y el autoritarismo.
Otegi emula a Idígoras, presentándose como el hijo de Lolita Mondragón, y evoca una dolorosa experiencia familiar, que muestra el sufrimiento del pueblo vasco, muchas veces silenciado o minimizado. En los años 40 del pasado siglo, Lolita era una niña que se desplazó al penal del Dueso con su madre Nieves. Su viaje obedecía a la oportunidad de visitar a su hermano Fidel, encarcelado por la dictadura. En esas fechas, no se podía hablar de represión, sino de genocidio y, en el caso de Euskal Herria, de una agresiva política colonial que pretendía borrar las señas de identidad de un pueblo, prohibiendo su lengua, sus símbolos y sus tradiciones.
Al entrar en el penal, los funcionarios advirtieron a madre e hija que “solo podían hablar en español”. Los presos se hallaban tumbados en el suelo, notablemente desmejorados y soportando un hacinamiento inhumano.
Nieves se acercó a su hijo con lágrimas en los ojos y Lolita le preguntó: “¿Tú eres mi hermano?” Fidel asintió y, conmovida, la niña le dio un beso. En esa época, miles de familias pasaron por situaciones similares, sufriendo lo indecible por culpa de un régimen fascista, que fusilaba y torturaba sin descanso, intentando acallar cualquier gesto de dignidad.
“Casi ochenta años después –escribe Otegi- he podido despedirme de mi ama durante una visita de una hora en el Hospital de Mendaro. Ha sido muy duro, triste, pero también inolvidable. Nos hemos besado y acariciado como jamás lo hicimos”. Otegi cita a Kant, afirmando que la atmósfera de ese último encuentro reunía las condiciones para hablar de la convergencia entre lo bello y lo sublime. Kant definió lo bello como contemplación serena y lo sublime como un estado de agitación del espíritu, donde las palabras revelan su impotencia. Tal vez por eso Otegi deja a un lado la retórica y menciona las mariposas de García Márquez, que simbolizan la muerte. Es el mismo recurso que utiliza Juan Ramón Jiménez para describir la muerte de Platero y la presunta inmortalidad del alma.
Otegi emula a Idígoras, presentándose como el hijo de Lolita Mondragón, y evoca una dolorosa experiencia familiar, que muestra el sufrimiento del pueblo vasco, muchas veces silenciado o minimizado. En los años 40 del pasado siglo, Lolita era una niña que se desplazó al penal del Dueso con su madre Nieves. Su viaje obedecía a la oportunidad de visitar a su hermano Fidel, encarcelado por la dictadura. En esas fechas, no se podía hablar de represión, sino de genocidio y, en el caso de Euskal Herria, de una agresiva política colonial que pretendía borrar las señas de identidad de un pueblo, prohibiendo su lengua, sus símbolos y sus tradiciones.
Al entrar en el penal, los funcionarios advirtieron a madre e hija que “solo podían hablar en español”. Los presos se hallaban tumbados en el suelo, notablemente desmejorados y soportando un hacinamiento inhumano.
Nieves se acercó a su hijo con lágrimas en los ojos y Lolita le preguntó: “¿Tú eres mi hermano?” Fidel asintió y, conmovida, la niña le dio un beso. En esa época, miles de familias pasaron por situaciones similares, sufriendo lo indecible por culpa de un régimen fascista, que fusilaba y torturaba sin descanso, intentando acallar cualquier gesto de dignidad.
“Casi ochenta años después –escribe Otegi- he podido despedirme de mi ama durante una visita de una hora en el Hospital de Mendaro. Ha sido muy duro, triste, pero también inolvidable. Nos hemos besado y acariciado como jamás lo hicimos”. Otegi cita a Kant, afirmando que la atmósfera de ese último encuentro reunía las condiciones para hablar de la convergencia entre lo bello y lo sublime. Kant definió lo bello como contemplación serena y lo sublime como un estado de agitación del espíritu, donde las palabras revelan su impotencia. Tal vez por eso Otegi deja a un lado la retórica y menciona las mariposas de García Márquez, que simbolizan la muerte. Es el mismo recurso que utiliza Juan Ramón Jiménez para describir la muerte de Platero y la presunta inmortalidad del alma.
Lolita Mondragón se ha despedido de su hijo, sin ignorar que sufre una privación de libertad tan injusta como la de Fidel, ese hermano anarco-comunista que pasó por las cárceles franquistas, o como la de Fernando Sota, el joven de Tafalla recientemente encarcelado por la Audiencia Nacional. Otegi admite que ha experimentado “rabia, dolor e impotencia”, pero se niega a deslizarse por la pendiente del odio y el rencor. No es el único preso político vasco del Estado español. Otegi sabe que su país se enfrenta a enormes desafíos y es consciente de que la crispación solo contribuirá a empeorar las posibilidades de una salida democrática. “Ni todo el dolor del mundo conseguirá nublarme la razón”, escribe con clarividencia y admirable autodominio. Cita al Che para explicar que el compromiso revolucionario nace de “grandes y profundos sentimientos de amor por el género humano”. “En eso somos y debemos ser diferentes…”, asevera, alejándose del discurso del odio y el revanchismo. La izquierda abertzale avanza con una hoja de olivo en la mano y nada podrá pararla. Otegi proclama que es la hora de plantar cerezos junto a las cenizas de todos los que murieron sin llegar a ver una Euskal Herria libre y sin presos políticos. Finaliza su carta, afirmando con alegría y optimismo: “el año que viene las cerezas serán más rojas en Euskal Herria”. Ni la pérdida de su madre ni los casi 12 años en cárceles españolas han conseguido quebrantar su espíritu. Aludiendo al resto de los condenados por el caso Bateragune, Otegi afirmaba hace unos meses: “Estos cuatro años de secuestro legal nos han hecho más independentistas, más socialistas, más revolucionarios, más internacionalistas, más solidarios, más vascos, más tolerantes, más formados y mejores personas. Así que la reinserción a la española definitivamente no funciona”. Otegi entiende que el futuro de Euskal Herria debe basarse en el espíritu del acuerdo suscrito en Gernika, que recoge “la necesidad del reconocimiento, reconciliación y reparación de todas las víctimas”. “En esa dirección –apunta- estamos dispuestos a recorrer el camino que sea necesario”.
Mi madre sobrevivió a una bomba de la aviación fascista durante la guerra civil. En 1937, un avión con la esvástica dibujada en sus alas dejó caer una bomba en la Calle de La Palma, situada en el centro de Madrid. Rompió una claraboya y por razones desconocidas, no estalló, pero una lluvia de cristales se precipitó sobre mi madre, por entonces una niña de doce años, que resultó malherida y quedó traumatizada para el resto de su vida. Ahora casi tiene 89 y aún se sobrecoge al escuchar el sonido de un avión o un helicóptero. Es una persona completamente dependiente, con la mente algo mermada, pero con la lucidez suficiente para recordar esos años de sufrimiento. No sé cuánto tiempo seguirá a mi lado, pero me considero afortunado de poder cuidarla día a día. Sé que ETA ha producido mucho dolor y en ningún caso justifico sus atentados, pero opino que la organización armada nunca habría existido sin 38 años de dictadura y una Reforma con graves deficiencias democráticas. Lejos de establecer las bases de una verdadera superación del pasado, la Transición mantuvo abiertas las heridas, impidiendo la exhumación de las fosas clandestinas, con sus 150.000 víctimas, y conservando los viejos hábitos de las Fuerzas de Orden Público, que incluían el uso sistemático de la tortura y, en algunos casos, los asesinatos extrajudiciales. Desde 1977 hasta nuestros días, cerca de diez mil vascos han pasado por las dependencias policiales, y el 40% han denunciado torturas. La guerra sucia del GAL no constituyó una innovación del gobierno de Felipe González, sino la simple continuidad del terrorismo de estado. El periodista portugués Rui Pereria se refiere al conflicto como “la guerra desconocida de los vascos”, una interpretación que ha corroborado incluso el ex subcomisario José Amedo, uno de los cabecillas del GAL, sin problemas para admitir que se trató de una confrontación con todas las características de una guerra de baja intensidad. En las guerras, los principios morales pasan a segundo término. Se deshumaniza al adversario y se pierde el respeto por la vida. Se cometen atrocidades y se destruyen los pilares de la convivencia. Al mirar hacia atrás, comprobamos que hay víctimas en las dos orillas y no lleva a ninguna parte decir: “Y tú más”. Lo más ético es afirmar: “Nunca más”. Irene Villa y Gladys del Estal son las dos caras de una tragedia colectiva que no debería repetirse jamás. Otegi afirma que “la cárcel sirve para hacer grandes los pequeños sueños. Ahora mismo poder pasear con mi familia al borde del mar es un gran sueño”. Yo también tengo un sueño, pero es más ambicioso. Sueño con que los pueblos puedan elegir libremente su futuro, pues creo que el ejercicio de ese derecho permitirá a las nuevas generaciones convivir pacíficamente y crecer con esperanza, resolviendo sus diferencias por medio del diálogo y la negociación. Es un sueño utópico, pero necesario. Sin esa expectativa, el futuro se convierte en un lugar inhabitable.
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