Toda movilización popular posee un potencial de cambio político y social que se percibe tras alcanzar sus objetivos, antes de institucionalizarse en el Estado.
Desconocer tal capacidad disruptiva, propia de la colectivización de demandas y reivindicaciones históricas, es un despropósito que simplemente lleva a afirmar que, en el terreno de lo social, en general; y de lo político, en particular; los actos concretos de los individuos no tienen mayor trascendencia frente al funcionamiento de esas grandes estructuras de poder desde las cuales una suerte de lógica inercial determina los destinos de una comunidad nacional.
Colocar en su justa dimensión el potencial y la trascendencia de la organización social colectiva para transformar sus propias condiciones de existencia, no obstante, no debe conducir al desconocimiento o a la negación de que, cuando se trata justo de los actores que ejercen el poder del Estado y de su andamiaje gubernamental, las apuestas políticas en disputa nunca operan abstraídas, al margen o más allá de negociaciones y repartos de ese ejercicio de poder; menos aún, cuando se trata de una transición entre lógicas de operación cuyos beneficiarios, en el mejor de los casos, son divergentes; en el peor, antagónicos.
En el momento presente, captar las finuras de esa relación tan conflictiva es necesario para comprender, en torno del triunfo electoral de la Coalición Juntos Haremos Historia, que si bien es cierto que éste se encuentra anclado en un profundo descontento con un régimen de poco más de un siglo de vigencia, y en una aún mayor aspiración al cambio político nacional; dicha victoria se debe, en gran medida, a las negociaciones que se lograron concretar entre las apuestas electorales en cuestión.
La candidatura de López Obrador y su plataforma de gobierno, en ese sentido, encuentra las raíces de su vitoria en la concientización y la movilización de las bases sociales que lo apoyaron y lo sustentaron en un recorrido transexenal, de poco más de tres sexenios de duración. Sin embargo, la culminación de esa larga travesía no es autárquica, y conocer el costo y la magnitud de las concertacesiones alcanzadas, entre los intereses aglutinados dentro de la coalición y los intereses que históricamente se le opusieron —al punto de bloquearle dos contiendas presidenciales en los últimos doce años—, es una necesidad a la que está obligada a llevar a cabo la ciudadanía, con el fin de saber cuáles serán los obstáculos que se le presentarán en el futuro inmediato.
Que la apuesta política de López Obrador se desplazó de un extremo de la izquierda ideológica a un centro de mayor concertación con los sectores conservadores y liberales de la derecha es un hecho; y uno que en particular no debe dejar de ser observado como la clara muestra de que el régimen imperante —de políticos y empresarios anquilosados en el oficialismo del priísmo, del panismo y del perredismo, con sus respectivas rémoras—, aunque objeto de un agudo desgaste, un amplio descredito y un hondo desprecio popular, conservó la fuerza necesaria como para moderar el posicionamiento del candidato y de su plataforma electoral.
Entre la noche del primero de julio y la madrugada del día siguiente, después de que el mismo andamiaje institucional que los dos sexenios anteriores se embarcó en la tarea de hacer de López Obrador un peligro para México,éste salió a reconocer el triunfo de la Coalición, el candidato de ésta ofreció un primer discurso en el que su punto de partida estuvo marcado por el empleo de un lenguaje que evocaba mucho a algunos de los espacios comunes de la tecnocracia aún hoy gobernante en el país. Las aclaraciones sobre el posicionamiento del presidente electo en torno del funcionamiento liberal del mercado, por ejemplo, dominaron las afirmaciones iniciales, en una tónica que claramente tenía el objetivo de refrendar la palabra del candidato en torno del cumplimiento de esos acuerdos que lo llevaron a desarrollar una propuesta más centrista, programáticamente menos ortodoxa e ideológicamente más ambivalente y difusa —menos explícita e intransigente, quizá.
Y lo cierto es que ello no era para sorprenderse. Hacer explícita a su oposición que, luego de haber ganado la contienda, la investidura presidencial no llevaría al candidato y a su proyecto a retomar las riendas de las reivindicaciones sociales que en las dos contiendas federales anteriores fueron sus banderas de lucha social propias, era una exigencia de primer orden para asegurar, por lo menos, que el periodo de la transición se efectuará sin sobre saltos; y enseguida, que al tomar posesión del cargo no se enfrentará con un escenario por completo adverso, que lo lleve a la inmovilidad. No es azaroso ni casual, por ello, que los primeros reconocimientos que hiciera el candidato tuvieran que ver con el empresariado, con la autonomía institucional en política monetaria, con la disciplina fiscal —mantra del neoliberalismo de corte priísta y panista, aunque en los hechos no pasara del discurso— y con la continuidad de los acuerdos de libre comercio a nivel internacional.
Hay que ser claros, por ello, con la trascendencia de la naturaleza de esa negociación: y es que si bien es cierto que en ella se encuentra el germen de la derechización, de la moderación o el matiz conservador del proyecto de López Obrador, también lo es que, en términos delos márgenes de acción política y económica que tendrá el próximo gobierno, ese era un requisito indispensable de cumplir para que el sexenio no llegue a encontrarse en una posición similar a la de Venezuela.
Y es que, contrario a ese espacio común que hoy domina el discurso de los politólogos y las plumas de la comentocracia adversas a López Obrador, la condición de Venezuela y el posible escenario de un México en similar situación no se debe —por lo menos no por completo— a la pura acción u omisión de la administración en funciones, sino que, por lo contrario, tiene más que ver con el deliberado bloqueo y anestesamiento que la oposición despliega para propiciar el cambio de Gobierno —y ello es válido tanto para la oposición local como para la injerencia extranjera.
Por eso, en esta línea de ideas, la batalla más importante que tiene que dar el sexenio no fue el triunfo en los comicios, sino que, antes bien, tiene que ver con la capacidad con la que cuente para hacer valer su agenda reformista (sus correcciones al neoliberalismo) sin llegar, primero, a dinamitar la coalición de intereses que le dio el triunfo; y luego, sin llegar a tensar tanto la relación con la oposición que como para que ésta no logre despojar de toda su capacidad de gobierno y de acción al próximo sexenio.
El próximo sexenio, a diferencia de lo que ocurrió en algunas sociedades del Sur de América y el Caribe, no cobra vigencia a partir de un proceso de ruptura con el viejo régimen (y no sólo por los candidatos a los que se acogió desde la diáspora experimentada por los partidos del Pacto por México), sino que, más bien, lo hace desde una posición de concesiones a éste; las sufrientes, en teoría, para que por lo menos no se bloquee por completo la política social propuesta para los siguientes seis años. Y es que, a pesar de que la comentocracia oficialista se esfuerza en hacer notar al ciudadano que Obrador ganó sin la posibilidad de que otros partidos le hagan contrapeso en, por ejemplo, la Cámara de Diputados, el Senado de la República y algunas gubernaturas y legislaturas locales; ello, por sí mismo, no significa que los causes del bloqueo y el anestesiamiento no provengan desde otros frentes, por fuera de esas instancias, como lo es el uso político de la violencia articulada al crimen organizado (el narcotráfico, en particular).
Llevar a cabo los reacomodos políticos, la reorganización orgánica de los intereses salientes y los entrantes, no es una tarea sencilla de realizar, y para muestra basta volver la mirada al Sur de América para observar las agudas dificultades con las que se enfrentaron los gobiernos de izquierda progresista que emergieron por toda la región a principios del siglo XXI, requiriendo, en la mayor parte de esos casos, de proyectos que abarcaron más de un mandato de un jefe o una jefa de Estado. La agenda de la Coalición, por supuesto, comparte rasgos con muchos de esos proyectos, sin embargo, también se distancia en otros rubros —al punto de que la izquierda mexicana muestra mayor moderación que sus pares sureños.
La cuestión de fondo, aquí, es que incluso y a pesar de esos altos grados de moderación y de las grandes concesiones que se hicieron a la derecha mexicana y transnacional (mayormente estadounidense), los escenarios de una mayor proliferación de la violencia, de un bloqueo comercial y financiero y de una injerencia extranjera (de esas que en la literatura especializada se denominan intervenciones suaves) no son descartables. De hecho, todo lo contrario: México, hoy, se aventura en un giro socialdemócrata, reformista, progresista, del tipo que experimentó América cuando el amasiato entre panismo y priísmo hicieron avanzar más la agenda neoliberal en el país; y lo hace justo en un momento en el que gran parte del Sur del continente se volcó por entero a la derecha más intransigente y combativa (Argentina, Ecuador, Perú, Brasil, Chile, Colombia), mientras que los resabios de aquel viraje progresista latinoamericano se encuentran asediados por los bloqueos comerciales y diplomáticos a nivel regional y en instancias internacionales.
El sexenio de López Obrador arroja un tenue rayo de luz sobre esas sociedades asediadas, pero también representa un obstáculo para la continuidad de alianzas que hasta hoy han sido insignes del neoliberalismo continental (la Alianza del Pacífico, para no ir tan lejos). Sortear tales dificultades requerirá del despliegue de una diplomacia robusta, con pilares sólidos y más allá del apoyo expreso a los principios constitucionales de política exterior, pero además, exigirá del gobierno entrante un profundo examen de los problemas a los que se enfrentaron aquellos gobiernos del ciclo progresista para no verse objeto de errores similares.
En suma, la tarea que se tiene por delante, los siguientes seis años, no es menor, y el cambio de administraciones y de partidos en las instancias de gobierno y en los poderes federales, estatales y municipales, no basta, simplemente no es suficiente para dar cabal cumplimiento con la agenda de gobierno de la Coalición: ya de entrada porque se tendrá que lidiar con aberraciones como un Miguel Barbosa, adalid del Pacto por México, siendo gobernador, por MORENA, de Puebla, pero en particular porque no hay nada que garantice que las diásporas que cobijó la coalición no vayan a dinamitar a ésta desde el interior o a cambiar de lealtades y regresar a sus viejos nichos de poder, adversos a López Obrador y su círculo.
La crítica de la izquierda será más necesaria que en ningún otro sexenio anterior. Y es que, por muy de izquierda que se proclame la administración entrante, es la ciudadanía la que debe comprender que la vigencia de ese proyecto de izquierda se cultiva y se mantiene a partir de la propia autocrítica —condición irrenunciable—, y a partir de la complaciente posición de autoindulgencia que ofrece la satisfacción de haber vencido a la maquinaria electoral del priísmo, el panismo y el perredismo. Sin duda, puede que para un gran porcentaje de la población ésta no sea la apuesta que México necesita para salir del atolladero en el cual se encuentra, a nivel interno y de posicionamiento internacional, sin embargo, por el momento, es la mejor opción concebible y practicable en el plano inmediato.
Hoy, en la historia de vida de millones de mexicanos, ellos y ellas puede decir, con satisfacción, que por primera vez se sienten representados. ¡En horabuena!
Escrito por Ricardo Orozco
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