Las manifestaciones contra el racismo en Estados Unidos han evolucionado rápidamente hacia una promoción de las ideas que el Partido Demócrata quiere implantar. Ya no se trata de luchar por la igualdad de derechos para todos, ni de cuestionar los prejuicios de ciertos policías sino de reabrir un verdadero conflicto cultural, lo cual implica el riesgo de hacer estallar una nueva Guerra de Secesión.
Las manifestaciones en Estados Unidos ya no están dirigidas contra el racismo sino contra los símbolos de la historia del país. La Guardia Nacional fue desplegada para proteger monumentos. Aquí la vemos, el 2 de junio de 2020, en el Lincoln Memorial de Washington.
Las manifestaciones que se han iniciado en diversos países de Occidente contra el racismo en Estados Unidos están disimulando la verdadera evolución del conflicto en suelo estadounidense. En los propios Estados Unidos, los hechos se han deslizado de un cuestionamiento inicial de las secuelas que aún persisten desde los tiempos de la esclavitud de los negros hacia un conflicto diferente, capaz de poner en peligro la integridad misma del país.
La semana pasada yo recordaba en este mismo sitio web que Estados Unidos pudo haberse disuelto después de la desaparición de la Unión Soviética ya que parte de la identidad estadounidense se basaba entonces en la oposición a la URSS. Sin embargo, el proyecto imperialista –la «guerra sin fin»– puesto en manos de George W. Bush permitió reactivar el país después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.
También subrayaba que durante las últimas décadas la población estadounidense se había desplazado considerablemente para reagruparse geográficamente por afinidades culturales [1]. Los matrimonios entre personas de razas diferentes comenzaron a disminuir nuevamente. Y llegaba a la conclusión de que la integridad de Estados Unidos estaría en peligro cuando otras minorías, aparte de los negros, se unieran al movimiento de protesta [2].
Eso es precisamente lo que hoy estamos viendo. El conflicto ya no es de blancos contra negros ya que los blancos se han hecho mayoritarios en ciertas manifestaciones antirracistas y visto el hecho que hispanos y asiáticos se han unido a las marchas y que el Partido Demócrata ahora se implica en ellas.
Desde el mandato de Bill Clinton, el Partido Demócrata se ha identificado con el proceso de globalización financiera, tendencia que el Partido Republicano apoyó tardíamente y sin llegar nunca a adoptarla plenamente.
Donald Trump representa una tercera vía: la del «sueño americano», o sea la vía del empresariado contrario al mundo de la finanza. Trump logró ganar la elección presidencial bajo el lema «America First!», que no era –aunque así se dijo– una referencia al movimiento aislacionista pronazi de los años 1930 sino al regreso de los puestos de trabajo que las transnacionales estadounidenses habían trasladado a otros países sin importarles el aumento del desempleo en Estados Unidos. Trump contó ciertamente con el apoyo del Partido Republicano, pero sigue siendo un «jacksoniano» [seguidor de los principios políticos de Andrew Jackson, el séptimo presidente de Estados Unidos (1829 a 1837)] y no es lo que normalmente se entiende por «conservador».
Como lo demostró el historiador Kevin Phillips –el consejero electoral de Richard Nixon–, la cultura anglosajona ha dado lugar a 3 guerras civiles sucesivas [3]:
la primera guerra civil inglesa, también llamada «Gran Rebelión», entre los seguidores de Oliver Cromwell y los defensores del rey Carlos I, de 1642 a 1651;
la segunda guerra civil inglesa o «Guerra de Independencia de Estados Unidos», de 1775 a 1783;
la tercera guerra civil anglosajona o «Guerra de Secesión», en Estados Unidos, de 1861 a 1865.
Los acontecimientos actuales en Estados Unidos podrían llevar a una cuarta guerra. Al menos eso es lo que parece pensar el general James Mattis, ex secretario de Defensa, quien acaba de expresar a la publicación estadounidense The Atlantic su inquietud ante la política del presidente Trump, estimando que acentúa la división en vez de unir.
Volvamos a la historia de Estados Unidos en relación con los bandos en pugna. El presidente Andrew Jackson (1829-1837), catalogado como populista, impuso su veto al Banco Federal (Fed), instituido por el primer secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, uno de los padres de la Constitución, quien era favorable al federalismo debido a su violenta oposición personal a la democracia. Como buen discípulo de Jackson, el presidente Trump también está hoy en conflicto con la Fed.
Veinte años después de la presidencia de Jackson estalló la «Guerra de Secesión» (1861-1865), que los manifestantes de hoy usan como referencia. Según los manifestantes, en la «Guerra de Secesión» se enfrentaron el sur esclavista y el norte humanista. El movimiento de protesta que comenzó a partir de un acto racista –el linchamiento de George Floyd por un policía blanco en Minneapolis– ahora continúa con la destrucción de estatuas de generales sudistas, como Robert Lee. Acciones similares ya habían tenido lugar en 2017 [4] pero ahora cobran importancia con la participación de varios gobernadores del Partido Demócrata.
El gobernador de Virginia, Ralph Northam, del Partido Demócrata, anunció el desmantelamiento de una célebre estatua del general sudista Robert Lee, a pedido de manifestantes blancos. Ya no se trata de luchar contra el racismo sino de destruir los símbolos de la unidad del país.
Pero esa narración no se ajusta a la realidad. Al inicio de la Guerra de Secesión, ambos bandos eran esclavistas. Y al final, ambos bandos era antiesclavistas. El fin del esclavismo no fue un logro de los abolicionistas. Simplemente, ambos bandos necesitaban más soldados para enviarlos al frente.
En la Guerra de Secesión se enfrentaron el sur agrícola, católico y rico y el norte industrial, protestante y ansioso de enriquecerse. El conflicto se cristalizó alrededor de la cuestión de los derechos de aduana –los sudistas estimaban que cada Estado debía establecer sus derechos de aduana pero los nordistas querían abolirlos entre los Estados y dejar su control en manos del gobierno federal.
Por consiguiente, con la eliminación de símbolos sudistas, vistos como restos del esclavismo, en realidad se rechaza la visión sudista de la Unión. Por cierto, es particularmente injusto arremeter contra la memoria del general Robert Lee, quien puso fin a la Guerra de Secesión al rechazar la adopción de una táctica de acciones de guerrillas para proseguir el conflicto desde las montañas y optó por la unidad nacional. En todo caso, estos actos abren el camino a una cuarta guerra civil anglosajona.
Hoy en día, las antiguas nociones estadounidenses de norte y sur ya no corresponden a realidades geográficas. Sería más apropiado hablar de Dallas contra Nueva York y Los Angeles.
No es posible escoger sólo los aspectos considerados positivos en la historias de un país y destruir todo lo que se considera “malo” sin cuestionar todo lo construido.
Al hacer referencia al eslogan de Richard Nixon en las elecciones de 1968 –«Law and Order», o sea “Ley y Orden”–, Donald Trump no predica el odio racista, como afirman numerosos comentaristas, sino que vuelve al pensamiento del autor de ese eslogan, el ya mencionado Kevin Philipps. Trump no está interesado en provocar la disgregación de Estados Unidos sino en hacer volver el país al pensamiento de Andrew Jackson, contrario al predominio del mundo de la finanza.
El estadounidense Donald Trump se ve en la situación que vivió el soviético Mijaíl Gorbatchev a finales de los años 1980. La economía de su país –no la finanza– está en evidente declive desde hace décadas, pero sus conciudadanos se niegan a reconocer las consecuencias de ese declive [5]. Estados Unidos sólo puede sobrevivir si se fija nuevos objetivos. Pero ese tipo de cambio se hace especialmente difícil en periodo de recesión.
Paradójicamente, Donald Trump se aferra al «American Dream», o sea al célebre « Sueño Americano», la posibilidad de “hacer fortuna”, en una sociedad estadounidense estancada, donde la clase media está en vías de desaparición y en momentos en que los nuevos inmigrantes ya no son europeos. Frente a él, sus opositores –la Fed, Wall Street y Silicon Valley– proponen un nuevo modelo, pero en detrimento de las masas.
El problema de la URSS era diferente, pero la situación es la misma. Gorbatchov fracasó y la URSS se derrumbó. Sería sorprendente que el próximo presidente de Estados Unidos, sea quien sea, lograra preservar la unidad nacional.
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