El ataque israelí contra miembros de la delegación de HAMAS en Catar, reunidos para debatir una propuesta de alto el fuego, constituye un punto de inflexión político que trasciende el marco inmediato de la guerra en Gaza.
Por Xavier Villar
No fue un mero acto militar ni una operación rutinaria: se trató de una acción calculada con implicaciones mayores. Puso en cuestión la validez de la diplomacia, expuso la vulnerabilidad de los aliados de Estados Unidos y dejó al descubierto que el sistema de alianzas en la región está diseñado sobre la subordinación, no sobre la soberanía.
Este movimiento se inscribe en un patrón más amplio. Durante la llamada “guerra de los 12 días”, cuando Washington y Teherán mantenían contactos preliminares sobre un posible nuevo acuerdo nuclear, Estados Unidos lanzó ataques contra instalaciones nucleares iraníes mientras Israel realizaba operaciones militares directas en territorio iraní. La coincidencia no fue casual. Lo que debía ser un proceso de diálogo político se vio acompañado, e incluso condicionado, por el uso de la fuerza. En ambos contextos ―Irán entonces y Catar ahora― el mensaje fue el mismo: la diplomacia no limita la coerción militar, se desarrolla bajo su sombra.
La diplomacia como blanco geopolítico
Lo más significativo de lo ocurrido en Doha no fue el daño infligido a HAMAS, sino la señal transmitida a toda la región. La diplomacia, tradicionalmente un espacio protegido incluso en los conflictos más duros, ha perdido esa condición. Un proceso concebido para explorar un alto el fuego se convirtió en escenario de violencia política.
El impacto simbólico es profundo. Israel y, en última instancia, Estados Unidos enviaron un mensaje inequívoco: no reconocen a sus interlocutores en un plano de legitimidad. La negociación, que debería implicar un reconocimiento mínimo de igualdad soberana, aparece degradada a un riesgo más. La mesa de diálogo ya no es garantía de tregua, sino un lugar expuesto a la presión o incluso a la eliminación.
En términos sistémicos, este cambio erosiona los fundamentos del orden internacional. Si las conversaciones no ofrecen protección ni generan incentivos claros, la violencia se reafirma como herramienta central, reduciendo los espacios disponibles para la mediación política.
Catar: un aliado expuesto
El hecho de que este ataque tuviera lugar en Catar magnifica su significado. Doha no es un enemigo de Israel; es, sobre todo, un aliado de Estados Unidos. Alberga la principal base aérea estadounidense en Asia Occidental y su diplomacia ha funcionado durante años como canal de negociación en conflictos regionales.
La violación de su soberanía en este contexto revela algo esencial: la protección ofrecida por la alianza con Estados Unidos es, en última instancia, insuficiente. La expectativa catarí de contar con un garante sólido se desmorona ante la evidencia de que incluso un socio estratégico puede ser vulnerado cuando la agenda militar israelí así lo requiere.
Para Catar, esto representa un golpe a la base de su política exterior, que había apostado por la mediación bajo la seguridad del paraguas estadounidense. Para el resto de los aliados árabes de Washington, el caso deja una lección difícil de ignorar: la estabilidad prometida no es más que un compromiso condicional, que puede evaporarse en el momento más delicado.
Estados Unidos: consentimiento o incapacidad
El papel de Washington sigue siendo objeto de debate. Algunos sostienen que el ataque israelí se produjo con su consentimiento; otros interpretan que fue reflejo de su incapacidad para contener a Tel Aviv. Pero la conclusión política es la misma.
Si existió autorización, significa que Estados Unidos respalda explícitamente una estrategia que mina el valor de la diplomacia. Si, en cambio, se trató de una falta de control, entonces se confirma algo quizás más preocupante: que la primera potencia mundial no logra imponer disciplina ni a su aliado más cercano. En ambas hipótesis, el resultado es claro: la alianza con Washington no garantiza seguridad ni estabilidad.
Este desenlace obliga a reconsiderar la naturaleza del entramado regional. Lo que se percibía como una red de alianzas estratégicas aparece, en la práctica, como una cadena de protectorados expuestos tanto a la acción de sus adversarios como a la autonomía israelí, con Estados Unidos operando más como gestor de dependencias que como verdadero garante de soberanía.
Aliados sin soberanía
Lo ocurrido en Doha revela la verdadera naturaleza del sistema de seguridad estadounidense en la región. Catar, Arabia Saudí, Emiratos y Bahréin han participado en procesos de normalización o de cooperación militar con Estados Unidos durante décadas, bajo la idea de que así blindaban sus soberanías. Sin embargo, lo que la experiencia muestra es que esas alianzas trasladan a los aliados más próximos a una relación de subordinación.
El mensaje para todos ellos es inequívoco: la alianza con Washington no detiene la capacidad de acción israelí. La supuesta garantía de defensa se convierte, en realidad, en un recordatorio de vulnerabilidad.
El pragmatismo árabe bajo presión
Durante los últimos años, varios Estados árabes apostaron por un pragmatismo que les permitiera navegar en un entorno incierto. La idea era reducir riesgos, atraer inversión y alcanzar cierta estabilidad a través de vínculos más estrechos con Estados Unidos y de una normalización gradual con Israel.
El ataque en Catar cuestiona de raíz esta apuesta. Si un país pequeño, pero influyente, con vínculos sólidos con Washington y con una diplomacia reconocida, puede sufrir una agresión durante un proceso de mediación, ningún otro aliado puede sentirse protegido. La lección es incómoda: el pragmatismo árabe no asegura la cobertura mínima frente a la dinámica de fuerza que domina la región.
Irán: la lógica de la autosuficiencia
El contraste con Irán resulta instructivo. Durante la “guerra de los 12 días”, los ataques estadounidenses contra instalaciones nucleares y las operaciones militares israelíes se produjeron mientras Teherán mantenía un canal de diálogo abierto con Washington. Para la República Islámica, esto solo confirmó su diagnóstico de décadas: la seguridad no depende de terceros, sino de su propia capacidad de disuasión y resistencia.
La conclusión que extrajo no fue nueva, sino reafirmada: sólo con autonomía estratégica puede sostenerse en un entorno donde las negociaciones se ven acompañadas por ataques militares.
Para los aliados de Estados Unidos en la región, en cambio, la lección fue abrupta y humillante: ni la normalización ni las alianzas permanentes garantizan inviolabilidad.
La fuerza como principio
Sea en Teherán, en Doha o en Gaza, el denominador común es el mismo: la fuerza prevalece sobre la diplomacia. La negociación no se concibe como un límite a la violencia, sino como un escenario subordinado a ella. Washington y Tel Aviv actúan bajo la premisa de que los equilibrios no se construyen en la mesa de diálogo, sino en el terreno militar.
Este principio redefine las reglas del sistema internacional. La diplomacia, en lugar de funcionar como sustituto de la fuerza, está condicionada por ella. Lo que se ofrece no es un marco de estabilidad, sino la certeza de que incluso los aliados más estrechos pueden ser sacrificados ante la prioridad militar.
Conclusión
El ataque israelí contra la delegación de HAMAS en Catar no puede entenderse como un accidente ni como un exceso circunstancial vinculado únicamente a la guerra en Gaza. Se trata de la confirmación de un patrón más amplio y consistente: la diplomacia ha dejado de ser un espacio seguro y la alianza con Estados Unidos, lejos de garantizar estabilidad, se ha revelado insuficiente en los momentos de mayor tensión.
Las implicaciones para los aliados de Washington son directas y difíciles de ignorar. Su vulnerabilidad se manifiesta a través de una humillación recurrente que demuestra que su soberanía es en gran medida nominal. El orden internacional que se configura alrededor de Washington y Tel Aviv no descansa en principios de equilibrio ni de mutua legalidad, sino en la primacía de la coerción y en la capacidad de imponer hechos consumados.
En ese escenario, la región se ve privada de un punto intermedio. No existe ya un espacio neutral o pragmático que asegure protección. Los Estados se enfrentan a una disyuntiva binaria: aceptar el vasallaje, con los costos políticos y estratégicos que ello implica, o apostar por formas de resistencia que les permitan preservar un mínimo de autonomía frente a un orden incapaz de ofrecer garantías reales..
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