Ilitch Verduga Vélez
El 17 de diciembre del año 1830, Simón Bolívar fallecía en una ensombrecida estancia en la quinta -que la historia engrandeció, por el infausto acontecimiento- llamada San Pedro Alejandrino, cercana a la ciudad colombiana de Santa Marta, rodeado de sus fieles y queridos oficiales del ejército patriota y de un reducido séquito de amigos que lo acompañaban hasta lo que sería su último alojamiento terrenal.
Las crónicas históricas sustentan lo que su médico de cabecera solventó sobre su deceso: “Sus facciones expresaban una perfecta serenidad, ningún dolor o señal de padecimiento se reflejaban en su rostro”.
En el instante casi exacto de su incorporeidad, el galeno francés, el doctor Reverand, llamó a los leales camaradas de armas y de vida, presentes en la sala vecina, diciéndoles: “¿Queréis presenciar los últimos momentos y el postrer aliento del Libertador? Ya es tiempo”. Todos corrieron al último encuentro material con el padre de cinco naciones, liberadas del coloniaje ibérico por su espada victoriosa en cien batallas.
El ocaso de su existencia estaba próximo, pero no el de su gloria, ella es imperecedera.
Las jornadas preliminares a su óbito se sucedían con horas interminables en las que los desvaríos de Bolívar eran estimulados cotidianamente por la persistente actividad febril. Algunas veces, cuando la fiebre lo permitía, dialogaba, planeaba y hasta bromeaba con sus devotos contertulios. Sus ocasionales pláticas versaban sobre el viaje a Europa, concretamente a Francia, “el bello país” al que tanto anhelaba regresar, pero por sobre todo hablaba de la búsqueda de la ansiada tranquilidad y el alejamiento de las pasiones y mezquindades de sus adversarios, a quienes había favorecido siempre, aquellos que en su última proclama estigmatizó así: “Abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que es más sagrado: mi reputación y mi amor a la libertad”.
Las jornadas preliminares a su óbito se sucedían con horas interminables en las que los desvaríos de Bolívar eran estimulados cotidianamente por la persistente actividad febril. Algunas veces, cuando la fiebre lo permitía, dialogaba, planeaba y hasta bromeaba con sus devotos contertulios. Sus ocasionales pláticas versaban sobre el viaje a Europa, concretamente a Francia, “el bello país” al que tanto anhelaba regresar, pero por sobre todo hablaba de la búsqueda de la ansiada tranquilidad y el alejamiento de las pasiones y mezquindades de sus adversarios, a quienes había favorecido siempre, aquellos que en su última proclama estigmatizó así: “Abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que es más sagrado: mi reputación y mi amor a la libertad”.
En esos postreros momentos de su existir faltó –indudablemente– la mano amorosa, el alma apasionada, la mente sensata y luminosa, de “su Manuela”, a quien malvados y complotados no le permitieron estar a su lado, con larvadas mentiras e insidiosas maquinaciones. En las noches previas a su trance se le escuchaba pronunciar su nombre; con su voz apagada por la insistente tos musitaba: “Manuelita. Vámonos, esta gente no nos quiere en esta tierra. Vámonos”.
Meses antes, cuando su prestancia de siempre y la galanura de su lenguaje estaban intactos, le confidenció a su admirado mariscal Sucre cómo las intrigas, las venganzas y deslealtades, las ingratitudes y la ambición de mando y poder de algunos de sus lugartenientes -Páez en Venezuela, Córdova y, sobre todo, Santander en Colombia- le habían hecho más daño que las enfermedades que le aquejaban. Y en esa circunstancia estableció que no puede ni debe seguir y prefiere terminarlo, renuncia a todo y a todos.
Ahora, el último acto del paladín por la liberación del nuevo mundo es la entrega de la contribución final a la gran patria americana, la mayor de todas, su propia muerte.
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