viernes, 16 de diciembre de 2011

El último acto del Libertador Simón Bolívar



Ilitch Verduga Vélez

Ilitch Verduga Vélez

El 17  de diciembre  del año 1830, Simón Bolívar fallecía  en una  ensombrecida estancia en la  quinta -que la historia engrandeció, por el infausto acontecimiento- llamada San Pedro Alejandrino, cercana a la ciudad colombiana  de Santa Marta, rodeado  de sus fieles y queridos oficiales del ejército patriota y de un reducido séquito de amigos  que lo acompañaban  hasta lo que sería su último alojamiento terrenal.
Las crónicas históricas sustentan lo que su médico de cabecera solventó sobre su deceso: “Sus facciones expresaban  una perfecta serenidad, ningún dolor o señal de padecimiento  se reflejaban en su rostro”.
En el instante casi exacto de su incorporeidad, el galeno francés,  el doctor Reverand, llamó a los leales camaradas de armas y de vida, presentes en la sala vecina, diciéndoles: “¿Queréis presenciar los últimos momentos y el postrer aliento del Libertador?  Ya es tiempo”. Todos corrieron al último encuentro material con el padre de cinco naciones, liberadas del coloniaje ibérico por su  espada  victoriosa  en cien batallas.
El ocaso de su existencia estaba próximo,  pero no el de su gloria, ella es imperecedera.
Las jornadas preliminares a su óbito se sucedían  con horas interminables  en las que  los desvaríos  de Bolívar  eran estimulados cotidianamente por la persistente  actividad febril. Algunas veces, cuando la fiebre  lo permitía, dialogaba, planeaba  y hasta bromeaba con sus devotos contertulios. Sus ocasionales pláticas versaban sobre  el  viaje a Europa,  concretamente a Francia, “el bello país” al que tanto anhelaba regresar, pero por sobre todo hablaba  de la búsqueda de la ansiada tranquilidad y el alejamiento  de las pasiones y mezquindades  de sus adversarios, a quienes había favorecido siempre, aquellos que en su última proclama estigmatizó así: “Abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que es más sagrado:  mi reputación y mi amor a la libertad”.
En esos postreros momentos de su existir faltó –indudablemente– la mano amorosa, el alma apasionada, la mente sensata y luminosa, de “su Manuela”, a quien malvados y complotados no le permitieron  estar a su lado, con larvadas mentiras e insidiosas maquinaciones. En las noches previas a su trance se le escuchaba pronunciar su nombre; con su voz apagada por la insistente tos   musitaba: “Manuelita. Vámonos, esta gente no nos quiere  en esta tierra. Vámonos”.
Meses antes,  cuando su prestancia de siempre   y la galanura de su lenguaje estaban intactos, le confidenció a su admirado mariscal Sucre cómo las intrigas, las venganzas  y deslealtades, las ingratitudes  y la ambición  de mando y poder de algunos de sus lugartenientes -Páez  en Venezuela, Córdova y, sobre todo, Santander en Colombia- le habían  hecho más daño  que las enfermedades que le aquejaban. Y en esa circunstancia  estableció que no puede ni debe seguir y prefiere terminarlo, renuncia  a todo y a todos.
Ahora, el último acto del paladín por la liberación del nuevo mundo  es la entrega de la  contribución  final a la gran patria americana, la mayor de todas, su propia muerte.

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