Julia Legarde
Hace unos días estuve en el aula de una universidad privada escuchando el “debate” de unos jóvenes. No doy el nombre de la universidad, porque creo que no es su culpa tener como estudiantes a unos idiotas de este calibre, estos, bien se sabe, se filtran por todas partes con tanta facilidad que asombra. La conversación versaba sobre “derechos” y como los muchachos se daban de muy avanzados, hablaban de derechos de hombres y mujeres.
Entre las perlas de estos que un día, porque la Constitución así lo permite, serán periodistas con título, constan las siguientes: que las cifras sobre la violencia contra las mujeres son una exageración y que las mujeres les pegan tanto a los hombres como los hombres a las mujeres. Sentí que la cara me empezó a quemar, sin verme a un espejo sabía que estaba roja, pero me dio risa escuchar al muchacho aseverar semejante cosa con total seguridad, así que le pregunté de dónde obtuvo esa información y apenas balbuceó que eso todo el mundo lo sabe.
Cuando le iba a poner en su lugar, un flaquito pidió intervenir, le di la palabra imaginando que iba a contestar la falacia de su compañero cuando salió con la siguiente barbaridad: que las prostitutas son necesarias para que existan menos violadores. Mi primer impulso fue lanzarle el borrador de madera y romperle los dientes para que toda su vida se acuerde que la estupidez tiene un precio, pero no lo hice y todavía lamento haberme controlado. La frase causó más de una risa y una que otra indignación; por ahí salió una vocecita medianamente fuerte de una estudiante que le dijo en la cara estúpido y, palabras más palabras menos, que las mujeres se prostituyen porque son pobres y no tienen para darle de comer a sus hijos.
Luego, una muchacha, para presumir su decencia, dijo que esas mujeres, refiriéndose a las prostitutas, deberían dedicarse a lavar y planchar, que eso es más digno que lo que hacen. Apenas pude reírme en la cara de la ingenua, porque un guambrito despeinado le salió al paso diciéndole que lo que paga el lavado y el planchado apenas sale para los pasajes de la semana y que de eso no se vive. Y, la cuarta estupidez, entre otras que no me alcanza el espacio para contar, la dijo un muchacho que figuraba como el bacán: si en su clase tuvieran compañeros indígenas, seguro estarían sentados en algún rincón porque “son unos resentidos”. Como la tolerancia tiene un límite, no pude contenerme más, y tuve que decirles que nunca había estado en un curso con tantos estúpidos juntos, y me fui.
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