por Thierry Meyssan
En este artículo, el autor llama nuestra atención hacia un hecho que el mundo occidental no parece percibir: la población estadounidense está viviendo una crisis de civilización. Los estadounidenses están tan divididos que la próxima elección presidencial plantea algo más que la elección de un jefe. Se trata más bien de determinar si Estados Unidos debe ser un imperio o una nación. Ninguno de los dos bandos parece capaz de aceptar ser derrotado, al extremo que ambos podrían acabar recurriendo a la violencia para imponer su punto de vista.
Mientras se acerca la elección presidencial, Estados Unidos se divide en dos bandos que sospechan cada uno que el de enfrente está preparando un golpe de Estado. De un lado están el Partido Demócrata y los republicanos que de hecho actúan contra el candidato de su propio partido. En el otro bando figuran los jacksonianos, que se han hecho mayoritarios en el Partido Republicano sin compartir la ideología de esa formación política.
No está de más recordar que ya en noviembre de 2016, una empresa dedicada a la manipulación de los medios y encabezada por el maestro de la agitación-propaganda, David Brock, recogía más de 100 millones de dólares para destruir la imagen del presidente electo, Donald Trump, antes de su investidura [1]. Desde aquel momento, o sea, antes de que hubiese tenido tiempo de hacer absolutamente nada, la prensa internacional describió al presidente electo como un incapaz y como un enemigo del pueblo. Varios diarios incluso exhortaron a asesinarlo. Durante los 4 años siguientes, su propia administración lo ha denunciado como un traidor a sueldo de Rusia y la prensa internacional lo ha estigmatizado constantemente con la mayor violencia.
Otro grupo, el Transition Integrity Project (TIP), elabora actualmente varios guiones con vista a derrocar a Trump en ocasión de la elección de 2020, independientemente de que gane o pierda el escrutinio. El asunto alcanzó repercusión nacional desde que la fundadora del TIP, la profesora Rosa Brooks, publicó un largo artículo en el Washington Post [2], diario en el cual tiene el estatus de colaboradora.
El Transition Integrity Project organizó en junio pasado 4 “juegos” donde simuló diversos resultados para anticipar las reacciones de los dos candidatos a la elección presidencial estadounidense. Todos los participantes eran demócratas y republicanos, en el sentido ideológico de esas denominaciones, pero no «republicanos» en cuanto a ser miembros del Partido Republicano. No había jacksonianos entre los participantes.
De manera nada sorprendente, todos los participantes consideran, sin excepción, que «la administración Trump ha socavado sistemáticamente las normas fundamentales de la democracia y del Estado de derecho. Ha adoptado numerosas prácticas corruptas y autoritarias». Así que concluyeron que el presidente Trump trataría de dar un golpe de Estado y que ellos tenían el deber de preparar, a título preventivo, un golpe de Estado “democrático” [3].
Una característica del pensamiento político contemporáneo consiste en proclamarse defensor de la democracia mientras se rechazan las decisiones democráticas que contradicen los intereses de la clase dirigente. Lo interesante es que los miembros del TIP reconocen de buena gana que el sistema electoral estadounidense, que sin embargo defienden, es profundamente «antidemocrático». Basta recordar que la Constitución estadounidense no pone la elección del presidente en manos de la ciudadanía sino de un colegio electoral que se compone de 538 personas designadas por los gobernadores de los Estados. La participación de la ciudadanía –que no estaba prevista en tiempos de la independencia– fue imponiéndose poco a poco en la práctica, pero sólo a título indicativo para los gobernadores. Fue así como, luego de la “elección” de George W. Bush, en el 2000, la Corte Suprema del Estado de la Florida recordó que no tenía por qué aclarar cómo habían votado los electores de aquel Estado y que lo único importante era lo que habían decidido los 26 “grandes electores” designados por el gobernador de la Florida [4].
A pesar de lo que todo el mundo cree saber, la Constitución de los Estados Unidos de América no reconoce la soberanía popular sino únicamente la soberanía de los gobernadores. Además, el colegio electoral concebido por Thomas Jefferson –tercer presidente de Estados Unidos– dejó de funcionar correctamente desde 1992 y el candidato electo ya no dispone de la mayoría de los votos emitidos por la ciudadanía en los Estados donde se decide la elección [5].
El Transition Integrity Project o TIP sacó a la luz casi todo lo que pudiera ocurrir en los 3 meses que separan el escrutinio y el momento mismo de la investidura. Y reconoce que el uso del voto por correspondencia en periodo de pandemia hará difícil comprobar los resultados de la votación. El TIP evitó deliberadamente explorar la hipótesis de que el Partido Demócrata proclame la elección de Joe Biden aun sin respaldo de los resultados del escrutinio y de que la presidente de la Cámara de Representantes, la demócrata Nancy Pelosi, juramente a Biden sin que Donald Trump haya sido declarado perdedor. En ese caso, habría en Estados Unidos dos presidentes rivales, lo cual podría llevar a una segunda guerra civil.
Esa posibilidad incita a muchos a plantearse la siguiente variante: declararse en secesión y proclamar unilateralmente la independencia de su Estado. Eso pudiera ocurrir sobre todo en la costa oeste. En previsión de ese proceso de desmoronamiento del país, algunos aconsejan dividir el Estado de California para que la población californiana tenga más representantes en el colegio electoral. Pero esa solución constituye en sí misma una forma de posicionamiento en el conflicto nacional ya que privilegia la representación popular en detrimento del actual poder de los gobernadores.
Por otro lado, yo había mencionado, en marzo pasado, la tentación golpista de ciertos militares [6], a la que varios oficiales superiores hicieron referencia después [7].
Estos diferentes puntos de vista son muestra de la profunda crisis que Estados Unidos atraviesa en este momento. El «Imperio estadounidense» habría tenido que desintegrarse después de la disolución de la Unión Soviética. Eso no sucedió y siempre apareció, ¿o se inventó?, un nuevo conflicto exterior (división étnica de Yugoslavia, atentados del 11 de septiembre de 2001, etc.) que viniera a revivir el imperio agonizante. Pero ya no parece posible seguir posponiendo el desenlace [8].
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